En un mundo tan ancho y vasto
como es el de la música, en el que deambulan multitud de sujetos de infinitos
calados, la entrega de determinado premio puede convertirse en aval para elevar
a un grupo a los cielos o desterrarle a los infiernos. Entre las distintas
coronas se encuentra la destinada a aquellos que cuentan con la valiosa
cualidad de llevar sus notas a la magnificencia de un directo. También existe
aquel que lleva el nombre del mejor artista alternativo, sin que haya quedado
aún definido qué significa dicho término. O el de mejor look, donde conocidas las delirantes excentricidades de la crítica,
es posible ver entre la terna de candidatos a siniestros personajes en materia
de vestir.
Sin embargo, quizá sería
interesante dar la vuelta al panorama. Imaginar, por un único momento, que
aquellos que son premiados por sus actos en un estudio o en el escenario
pasaran a ser meras comparsas en la relación entre ellos y sus seguidores. Que
los premios, tan codiciados por muchos de los músicos, estuvieran destinados a
esa fauna tan variopinta que conforman los incondicionales de un grupo musical.
Y es que, puesto que es imposible clasificar en modo alguno la cantidad de
tipos de adeptos que arrastran los intérpretes, sería necesario crear una
extensa nomenclatura para premiar a todos y cada uno de ellos.
Dada la dificultad, pues, de
concebir un completo sistema de laureles para un conjunto de admiradores tan
dilatado, habrá que limitarse a jugar con esa amiga tan cautivadora llamada
imaginación y proponer algunas distinciones. Porque posibilidades existen, y
para aburrir al personal. Por ejemplo, tan solo girando la vista hacia
cualquier concierto, se pueden entregar varias: en una esquina, a la mejor burbuja del que en ese momento no
existe nadie más que aquellos a los que ha estado esperando horas para ver; en
otra, a ese que, cerveza en mano, aglutina la mayor apatía ante algo por lo
que, inexplicablemente, pagó un buen puñado de euros. También están los que
merecen el galardón a la gran molestia, concedido por los que se encuentran
con el infortunio de tenerlos delante: hay alturas que no deberían estar
permitidas en espectáculos a pie de pista. O los que, aún no se sabe cómo ni por
qué, deambulan por allí preguntando quién es el que tiene el micrófono en la
mano. Esos son los que se llevarían el verdadero premio musical, pero por la
que debe sonar en sus cabezas.
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